martes, 24 de julio de 2012

El Odio


EL ODIO

En agosto de 1990 bajo el auspicio de la Fundación Elie Wiesel y del Comité Nobel del Parlamento Noruego, se llevó a cabo una gran conferencia internacional titulada LA ANATOMÍA DEL ODIO: La resolución de conflictos mediante el dialogo y la democracia. Participaron destacadas personalidades como Nelson Mandela, Jimmy Carter, Günter Grass y Vaclav Havel, con el propósito de movilizar a la opinión pública internacional contra el fenómeno del odio y sus consecuencias. 

México no ha estado exento de este grave fenómeno. A raíz de las pasadas elecciones presidenciales y del presente conflicto poselectoral, las manifestaciones de odio, de antisemitismo y  de racismo se han hecho presentes. Lo paradójico, aunque no es para sorprenderse, es que estas manifestaciones no provienen precisamente de los sectores tradicionalmente identificados como de ultraderecha, sino primordialmente de algunos sectores y personajes que se reclaman defensores de la libertad, la democracia y la dignidad.

Por eso, me permito traer a colación una excelente conferencia que  Vaclav Havel dictó en ocasión de dicho evento internacional hace más de 20 años.  Extraje textualmente de su ensayo lo que a mi parecer retrata muy bien a las personas que manifiestan odio.

1.- En el subconsciente de los que odian dormita la perversa sensación de que ellos son los únicos auténticos portadores de la verdad absoluta, lo que les convierte en superhombres o, incluso, en dioses. Por ello, sienten que merecen el total reconocimiento del mundo, así como una condescendencia y lealtad plenas o una obediencia ciega.

2.- El hombre que odia jamás será capaz de ver la causa de su fracaso metafísico en sí mismo y en su total subestimación. A sus ojos, el culpable de todo es el mundo que le rodea. Pero es un culpable demasiado abstracto, indefinido y que no puede asir. Debe ser personificado, ya que el odio -como aspiración concreta del alma- necesita también una víctima concreta. Por ello, el hombre que odia encuentra a un culpable concreto.

3.- El que odia carece de la conciencia de lo que es genuinamente absurdo: su propia existencia. Tampoco es consciente de que esta existencia suya no es necesaria, de su precariedad, de sus fallos, limitaciones o culpas. En la base de todo ello se encuentra, evidentemente, la carencia trágica, hasta metafísica, del sentido de la medida de las cosas: el que odia no comprende la medida de las cosas, de sus posibilidades, de sus derechos, de su propia existencia y del reconocimiento y del amor que éste implica.

4.- El hombre que odia desconoce la sonrisa, sólo conoce la mueca. Es incapaz de bromear con alegría y tan sólo se burla agriamente. Es incapaz de genuina ironía al ser incapaz de autoironía, ya que sólo pueden reír de forma auténtica los que saben reírse de sí mismos. El que odia se caracteriza por una cara seria, una enorme susceptibilidad, palabras fuertes, gritos y una total falta de capacidad de distanciarse de sí mismo lo suficiente como para ver su propia comicidad.

5.- El odio entraña un gran egocentrismo y amor propio. Anhelando la autoconfirmación absoluta y no encontrándola, quienes odian se sienten víctimas de injurias pérfidas, malévolas y omnipresentes que deben ser eliminadas para que, al final, la justicia pueda abrirse paso. Naturalmente se trata de una justicia, según ellos la conciben, a su servicio: la entienden como la obligación del reconocimiento que se les debe por algo imposible, o el derecho que tienen a disponer de todo el mundo.

6.- La comunidad de los que odian favorece otro aspecto de esta sensación básica de falta de espacio que, a mi juicio, se oculta en todos los que son capaces de odiar: les permite reafirmarse mutuamente, hasta el infinito, sobre su valor, tanto rivalizando en las manifestaciones de odio hacia el grupo elegido como culpable de su menosprecio, como mediante el culto a símbolos y ritos que confirman el valor de la comunidad de los que odian. Compartir el traje, el uniforme, el escudo, la bandera o la canción preferida hermana a los participantes, refuerza su identidad soberana, multiplica, afianza e incrementa su propio valor.

7.- Mientras que la agresividad individual implica sólo un riesgo, puesto que despierta el fantasma de la propia responsabilidad, la comunidad de los que odian «legaliza» en cierta forma la agresividad: su manifestación común crea la ilusión de su legitimidad o, al menos, la sensación de una «cobertura colectiva». Escondido en el grupo, la manada o la masa, todo hombre violento en potencia suele ser, por naturaleza, más atrevido; unos estimulan a otros y todos -debido precisamente a su mayor número- se convencen mutuamente de su legalidad.

8.- Los hindúes tienen una fábula sobre el pájaro mítico Bhérunda. Es un pájaro con un cuerpo pero con dos cuellos, dos cabezas y dos conciencias independientes. A raíz de la continua convivencia, las dos cabezas empezaron a odiarse y decidieron hacerse daño entre sí, por lo que empezaron a tragar piedras y veneno. El resultado es evidente: el pájaro Bhérunda empieza a tener espasmos y muere gimiendo en voz alta. Krishna, con su misericordia ilimitada, lo resucita para que recuerde siempre a los hombres cuál es el final de cualquier odio. Jamás consume sólo al odiado, sino siempre y a la vez -y puede que con más fuerza- al que odia.


24 de julio de 2012

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