EL ODIO
En agosto
de 1990 bajo el auspicio de la Fundación Elie Wiesel y del Comité Nobel del
Parlamento Noruego, se llevó a cabo una gran conferencia internacional titulada
LA ANATOMÍA DEL ODIO: La resolución de
conflictos mediante el dialogo y la democracia. Participaron destacadas
personalidades como Nelson Mandela, Jimmy Carter, Günter Grass y Vaclav Havel,
con el propósito de movilizar a la opinión pública internacional contra el
fenómeno del odio y sus consecuencias.
México no ha estado exento
de este grave fenómeno. A raíz de las pasadas elecciones presidenciales y del
presente conflicto poselectoral, las manifestaciones de odio, de antisemitismo
y de racismo se han hecho presentes. Lo paradójico,
aunque no es para sorprenderse, es que estas manifestaciones no provienen precisamente
de los sectores tradicionalmente identificados como de ultraderecha, sino
primordialmente de algunos sectores y personajes que se reclaman defensores de
la libertad, la democracia y la dignidad.
Por eso, me permito
traer a colación una excelente conferencia que Vaclav Havel dictó en ocasión de dicho evento
internacional hace más de 20 años. Extraje textualmente de su ensayo
lo que a mi parecer retrata muy bien a las personas que manifiestan odio.
1.- En el subconsciente de los que
odian dormita la perversa sensación de que ellos son los únicos auténticos
portadores de la verdad absoluta, lo que les convierte en superhombres o,
incluso, en dioses. Por ello, sienten que merecen el total
reconocimiento del mundo, así como una condescendencia y lealtad plenas o una
obediencia ciega.
2.- El hombre que odia jamás será
capaz de ver la causa de su fracaso metafísico en sí mismo y en su total
subestimación. A sus ojos, el culpable de todo es el mundo que le rodea. Pero
es un culpable demasiado abstracto, indefinido y que no puede asir. Debe ser
personificado, ya que el odio -como aspiración concreta del alma- necesita
también una víctima concreta. Por ello, el hombre que odia encuentra a un
culpable concreto.
3.- El que odia carece de la
conciencia de lo que es genuinamente absurdo: su propia existencia. Tampoco es
consciente de que esta existencia suya no es necesaria, de su precariedad, de
sus fallos, limitaciones o culpas. En la base de todo ello se encuentra,
evidentemente, la carencia trágica, hasta metafísica, del sentido de la medida
de las cosas: el que odia no comprende la medida de las cosas, de sus
posibilidades, de sus derechos, de su propia existencia y del reconocimiento y
del amor que éste implica.
4.- El hombre que odia desconoce la
sonrisa, sólo conoce la mueca. Es incapaz de bromear con alegría y tan sólo se
burla agriamente. Es incapaz de genuina ironía al ser incapaz de autoironía, ya
que sólo pueden reír de forma auténtica los que saben reírse de sí mismos. El
que odia se caracteriza por una cara seria, una enorme susceptibilidad,
palabras fuertes, gritos y una total falta de capacidad de distanciarse de sí
mismo lo suficiente como para ver su propia comicidad.
5.- El odio entraña un gran
egocentrismo y amor propio. Anhelando la autoconfirmación absoluta y no
encontrándola, quienes odian se sienten víctimas de injurias pérfidas,
malévolas y omnipresentes que deben ser eliminadas para que, al final, la
justicia pueda abrirse paso. Naturalmente se trata de una justicia, según ellos
la conciben, a su servicio: la entienden como la obligación del reconocimiento
que se les debe por algo imposible, o el derecho que tienen a disponer de todo
el mundo.
6.- La comunidad de los que odian
favorece otro aspecto de esta sensación básica de falta de espacio que, a mi
juicio, se oculta en todos los que son capaces de odiar: les permite
reafirmarse mutuamente, hasta el infinito, sobre su valor, tanto rivalizando en
las manifestaciones de odio hacia el grupo elegido como culpable de su
menosprecio, como mediante el culto a símbolos y ritos que confirman el valor
de la comunidad de los que odian. Compartir el traje, el uniforme, el escudo,
la bandera o la canción preferida hermana a los participantes, refuerza su
identidad soberana, multiplica, afianza e incrementa su propio valor.
7.- Mientras que la agresividad individual
implica sólo un riesgo, puesto que despierta el fantasma de la propia
responsabilidad, la comunidad de los que odian «legaliza» en cierta forma la
agresividad: su manifestación común crea la ilusión de su legitimidad o, al
menos, la sensación de una «cobertura colectiva». Escondido en el grupo, la
manada o la masa, todo hombre violento en potencia suele ser, por naturaleza,
más atrevido; unos estimulan a otros y todos -debido precisamente a su mayor
número- se convencen mutuamente de su legalidad.
8.- Los hindúes tienen una fábula
sobre el pájaro mítico Bhérunda. Es un pájaro con un cuerpo pero con dos
cuellos, dos cabezas y dos conciencias independientes. A raíz de la continua
convivencia, las dos cabezas empezaron a odiarse y decidieron hacerse daño entre
sí, por lo que empezaron a tragar piedras y veneno. El resultado es evidente:
el pájaro Bhérunda empieza a tener espasmos y muere gimiendo en voz alta.
Krishna, con su misericordia ilimitada, lo resucita para que recuerde siempre a
los hombres cuál es el final de cualquier odio. Jamás consume sólo al odiado,
sino siempre y a la vez -y puede que con más fuerza- al que odia.
24 de julio de 2012